Debí haber a escrito esto en aquél viaje. Estaba haciendo esa lista ritual de cosas vividas por primera vez. Era un diciembre frutal, un invierno que cobraría el sabor de una de mis frutas favoritas. La luz de la tarde pegaba sobre toda la fronda de un chicozapote. Estábamos en San Rafael, en la ribera del Nautla. Esa luz hacía que la pelusa característica de la fruta brillara como si emanara de la cavidad de algo celeste… o como recién nacido recién bañado, pero también como esferas ingrávidas de otro orden. Cada fruto vivo, casi maduro, tan lleno de sus jugos aromáticos y pronto, también, pleno de dulzura. Todo el árbol trabajando por su propia exuberancia, tronco y ramas y todas las hojas por entero bajo el toque del sol que se ponía y el ruido del agua cerca del río.
El chicozapote no tiene un nombre ampuloso, pero en su ramal, la piel de café claro y pardo de sus frutos vuelve a la planta un espécimen glorioso. Ver su estallido tierno e imaginar el premio de su pulpa anaranjada era el paraíso, mí paraíso. De árbol en árbol, de estación en estación, vivir en Veracruz te metía su floración, como una biblioteca te mete su poesía. Esa abundancia se iba arrasar, pero entonces no lo sabía, y me dejaba inundar por el nacimiento de ése diciembre.
Yo lo comía todo de niña, incluso la cáscara del chicozapote, decían que me faltaba calcio y que seguramente iba a morder el caliche de la pared, el ladrillo rojo o la pintura de cal. A mí me maravillaba la pulpa traslúcida y la semilla anfibia y enorme que salía de forma transversal. No recuerdo haber mordido paredes, pero sí haberlas besado, y haber intentado meter la lengua en los hoyos, igual que haber intentado succionar algo a ese ojo negro y chicloso que salía de mi fruta favorita de la Navidad. Cuando pasamos por San Rafael aquél año nos metimos por ese camino sin buscar nada, paseábamos, ya éramos grandes, bajamos a estirar la piernas, y en eso ¡El árbol! Ver por primera vez lo que ocurre por primera vez. Mi fruta se gestaba, las última horas de luz se iban con el año, y para la mañana siguiente la maduración de algo exquisito. Ahí estaba, el anhelo y su recompensa. Algo ansiado que no sabía hasta que su manifestación me sorprendía. Ese momento, el árbol constituía un poder mítico: situación silenciosa, la realidad y la fantasía, como tener seis años de nuevo.
Situación silenciosa, no era simplemente hedonismo, era la saciedad y más. No era un huerto era un árbol agreste y tenía más frutos que los que podría comer cualquiera de las familias en los potreros cercanos. Todas las fuerzas de la creación en equilibrio. El Universo se manifestaba diáfano, nítido. No era necesario tomar acción alguna. Yo estaba viva junto con el Universo y también me sentía un cuerpo silvestre.
Sin árboles, sin tantos árboles cerca, sin la Naturaleza entre Xalapa, el Puerto de Veracruz y Córdoba como arrullo, como fábula, como trayecto cíclico no hubiera sobrevivido, no entendería mi infancia, hubiera crecido insípida y sin semillas…, Mudarse, perder una y otra vez el hogar, cambiar de casa pudo ser menos perturbador cuando había mandarinos, guayabos, limoneros detrás de la nueva chapa de la puerta.
Por ahora no hay viajes de fin de año, estamos lejos de cualquier lecho de río. Hemos enloquecido, la psicosis nos alcanzó y habría que empezar hablar de ella, como gen, como recuerdo, como padre, como hermano, como puente, como tío, como abuelo, como niño… como la propia depresión disimulada y violentada de silencios… como autora sin narrador.