Buena parte del encierro durante la contingencia lo he dedicado a relecturas. He mantenido un ayuno intermitente de la prensa digital y de las redes sociales, por elección propia y porque estoy en un sitio de no siempre accesible conectividad. Durante el mes de abril me vi entroncar con mi ejemplar de Cicerón con subrayados de 1999, es una edición de Sepan Cuántos. Autoexpropié, descuaderné y recorté con bisturí De Oficiis (Los oficios o los deberes). He llamado “ensayo visual” a la suma de esa suerte de collages de citas, falsas entrevistas y recortes de papeles que fui manufacturando, además de deformar y alterar recortes de periódicos locales recientes (mientras hubo repartidores por la cuadra). La imagen y lo manual debían predominar en mi gestión del tiempo por encima de las palabras, esa era mi autorestricción. Meter cutter a un libro supuso una forma de rebelión al encierro, a la cultura de encierro y a los encerrones autoritarios, algo de lo que no era consciente al inicio. Pandemia, papel y tijera, así mi repliegue a pensar sobre la conducta, lo que nos asedia con motivo del virus, las luchas que palidecen con motivo de la crisis sanitaria y el discurso de Cicerón sobre moral, eticidad, cuerpo, ancianidad, justicia, amistad, destierros, nación, lo épico…, su ideal de Estado entre aquellos que comparten “la semejanza de costumbres”.
Brote.
Cuando se hizo viral, a un amigo le dije que no quería leer el aburrimiento o la falta de concentración del mainstream intelectual del hemisferio norte de los países ricos o su desfachatez condescendiente para darnos un guion con el glosario de la pandemia y “explicarnos” lo que vivimos, aun antes de terminar de experimentar el cuadro infeccioso que nos aqueja hasta en lo simbólico. El virus afecta laringe, tórax, aparato respiratorio, y en algunos casos, el más elemental discernimiento. El amigo puso mi comentario en su diario, lo leí cuando me envió una liga que resultó ser la crónica publicada de su vida doméstica en Barcelona con motivo del confinamiento. A raíz de su relato termino por escribir esto, el relato que descuaderno, no enferma pero sí descolocada, a solas y en silencio.
Durante la pandemia por Covid-19, ¿el diarismo entró en lo “preventivo y obligatorio”? Me resisto a los diarios, llevo libretas de notas, necesarias porque la memoria falla, porque el genio de otros merece el apunte, el recuerdo, resaltar cierta frase que aunque leída en voz baja jamás te dejaría asintomática, y al transcribirla la has enchufado a la pequeña bocina que piensa en voz alta y tiene pulso… pero me he ido resistiendo a los diarios, termino por dibujar encima. Al final los diarios y los dibujos son un garabato. Rayar es bueno, para mí tiene un efecto de posibilidad, de aprender y reaprender a leer el pensamiento con el viejo y enclenque abecedario, o como si maravillarse tuviera bosquejo y sintonizar el espíritu aceptara emborronarse. Los diarios son deficientes si tienen cualquier asomo de cohesión decorativa.
Propagado el virus Corona en Veracruz, lo cotidiano, lo diario es deformado, excepto, el chis que haces en la mañana cuando despiertas, el agua que pones a hervir, la espinilla que te aprietas en el espejo, las gomas de las encías que sangran y cepillas con pasta dental, los dedos que pasan por el cabello mientras hablas por teléfono.
Hígado, vagina, pene, aorta, cuero cabelludo, narina y más, antes eran cuerpo, y ésas las palabras del léxico corpóreo. Con una mutación, entre un invierno y lo que va de la primavera: Cuerpo pasa a patógeno. Patologizar tomó corporeidad, y el cuerpo humano como vehículo de enfermedad es un laboratorio in vivo para el que no todos (por motivos mercadológicos o experimentales) urgirían una vacuna. Cáncer, sida-VIH, ébola, zica, covid…, léxico infiltrado en la noción de vida, de cuerpo, corporeizar y acuerparse.
Convalecer.
El virus limitó mi posibilidad de contagiarme de todas esas otras cosas que les pasan a los cuerpos en el espacio público y son parte de la flora intestinal, emocional, cerebral, intelectual. El cuerpo era “un compañero de viaje” (Mauricio Ortiz, De Cuerpo. Ensayos de pie y de cabeza. TusQuets Editores), desde los griegos hasta la fecha, para innumerables culturas así concebido antes de embalsamarnos, la vida era una travesía que atravesábamos en carne y huesos. La enfermedad se ha impuesto como la compañera de viaje en el mundo global de los gadgets, trabajar para la salud, para prevenirla para no requerir servicios médicos, restringir la convivencia mientras seamos depositarios del padecimiento… aislar al enfermo… morir hacinados y sin funerales. “Sociedad no es cuerpo” y los países no pueden hospitalizarse. Ningún país cura. Moscú no es vacuna, tampoco Madrid, ni Brasil; sanan los cuerpos, fallecen las personas.
Apnea.
Me encerré en Cicerón, en tres de sus libros que son manuales de consejos: De la amistad, De la Vejez, pero sobre todo, De los oficios y los deberes, como ya había contado al principio de este texto. De la lectura de Los oficios, mi aproximación se fue haciendo más parecida una lectura de ciencia ficción o de poesía, ¿Una República donde la generosidad es el engranaje de la vida social? De cuatro vínculos que unen a la sociedad… el más fuerte es la patria, aseguraba el romano más convencido por las musas que por la retórica. La justicia ciceroniana, mas que parte de una praxis parece haber entrado al género de literatura fantástica, cuando se lee a la luz de las noticias de plasma y las decisiones de Jefes de Estado que niegan el número de muertos por Covid y sus medidas fallidas para contener el brote, o el vacío de organismos internacionales frente a las banderas blancas del hambre ondeando en América Latina.
“Reglas que han de observar los que gobiernan y los que administran la justicia –publicó Cicerón en el 44 a.C.– Los que se destinan al gobierno del Estado, tengan muy presentes siempre estas dos máximas de Platón, la primera, que han de mirar de tal manera por el bien de los ciudadanos, que refieran a este fin todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias: la segunda, que su cuidado y vigilancia se extienda a todo el cuerpo de la República, no sea que por mostrarse celosos de una parte desamparen las demás […] la sedición y la discordia; de donde nace que tomen unos el partido del pueblo, otros el de la nobleza, y muy pocos el del común ha sido causa de gravísimas discordias […] todo lo cual debe huir y abominar el varón prudente y magnánimo, digno de manejar las riendas del gobierno.”
Un diario es antidemocrático. Los cromosomas de la indiscreción menguan lo íntimo.
Parte del suceso pandémico es que ocurra no en masa sino en plasma de sílice, pequeño espacio celular para “ser actual”, formato y espacio diferente de lo que significó un diario personal, aunque también otra suerte de solipsismo puro antes del siglo XXI.
Estornudar.
Me gusta caminar por una ciudad de noche conversando. Ir a los parques sola. Retomar el hilo, pero también abandonar un tema. El chat es una guerra de poder. Amigo sin voz, no es amistad. Además de hacer diarios me autoexcluyo de las visitas por chat. Porque “la voz también es cuerpo” prefiero llamar y que me llamen y que cuando llamen no sólo sea para que el que habla se escuche hablar así mismo en soliloquio, sino que alguien llama para saber del otro, incluso para descubrir algo si pausa, silencia y escucha. Ivan Fónagy habló hace tiempo de psicofonética que no es otra cosa que la mímica laríngea, según él, “la voz es un gesto y esta gestualidad vocal, se presta mejor a los mensajes confidenciales”. Para llamar puede ser válido cualquier pretexto cuando se reconoce un vínculo de confianza para hablar; en la arena de las confidencialidades pueden entrar cuitas y penas, pero también lecturas, bichos, mascarillas, insomnios, recetas, el cuerpo, el tiempo mismo detenido. “La entonación –decía Diderot- es como el arco iris: cólera, ternura, angustia, melancolía, seducción, ironía: el hombre expresa sus emociones con la voz…” (Ídem, p.16). El chat matiza este arco iris, a Zoom u otras redes no sé si ha migrado con demasiados filtros… Leyendo en voz alta, en mi casi desvarío, confirmo que tengo nostalgia de la oralidad, de la voz, de la mímica laríngea y añoranza de las bocas, como de la playa.
“La vida social se reduce a dar y recibir, mandar y servir, enseñar y aprender, comprar y aprender, lo que el propio Cicerón llama un intercambio general de oficios”, así lo describe en el prólogo de Joaquín Peñalosa; esta cadena de oficios, y no sólo como cadena de producción sino el circuito de un afanarse, hacer e intercambiar-, se ha interrumpido debido a la pandemia y con dañinas y enrarecidas consecuencias, adelgaza la piel, la hace atemorizante o enfermiza, menos humana y menos tejido.
Palidecer.
Pandemia, papel y tijera. Mi tarea en solitario: volver collage las páginas de Cicerón y, detrás del cubrebocas, rumiar una poética de los trastornos de la fonación en un interior tapizado de mucosas, ocurre, no hace tic tac, sólo son mis actos que son.
El gallo de canta y el tren pasa a lo lejos en las viejas vías; el tiempo se ahoga, pero una ambulancia gana en estridencia, y la luz roja y azul de las patrullas deslumbra otra noche angosta.
Bibliografía:
Cicerón. Los oficios o los deberes. Prólogo, Joaquín Antonio Peñalosa. Sepan Cuántos Núm. 230, México, 1998.
Mauricio Ortiz. Del cuerpo. Ensayos de pie y de cabeza. Prólogo, Antonio Tabucci. Marginales, TusQuets Editores, México, 2016.