“En las púas de un teclado” abre con un pronunciamiento de los editores, seguido por uno de la autora misma. En ambos, lo que resalta es algo que, aunque se repite constantemente en el círculo cultural, pocas veces se recuerda en la vida de calle, tangible: el lenguaje, la capacidad de narrar, recordar y describir es uno de los pocos asideros que quedan. Estos dos textos iniciales, en sus conclusiones y en su espíritu, me recordaron particularmente a Breton, que, en Sur La Route de San Romano, dice con contundencia: “El abrazo poético como el abrazo carnal / Mientras dura / Protege de toda caída en la miseria del mundo.” Algo que, sin embargo, diferencia la postura de Breton con la del libro que hoy nos compete, es que el galo afirmaba que “El actor de amor y el acto poético son incompatibles con la lectura del diario”. Hoy, no obstante, aprenderemos lo contrario.
Veamos. Para empezar, “En las púas de un teclado”, libro editado por Mantarraya Ediciones y Lacanti en 2018, es un libro que cuestiona las divisiones establecidas entre géneros literarios. A pesar de que podría decirse, si nos atenemos a las formas, que nos encontramos en la presencia de un poemario, esta etiqueta llega a quedarse corta ante la variedad discursiva y formal que hay presente. A caballo entre la ironía noticiosa, el aforismo y el poema clásico, hay presente una variedad tonal que nos obliga a leer con atención, pues la sensación es la de estar constantemente ante la inminencia de algo. La dicotomía que es palpable desde el principio entre el candente lenguaje poético y el gélido lenguaje mercantil contribuye a la creación de un ambiente reflexivo.
A partir de las primeras páginas es posible también encontrar un retrato de un mundo postecnológico que, es bien sabido, nos ha despersonalizado y convertido en logaritmo. Este será uno de los temas centrales de “En las púas…”, y es casi desde el inicio que nos lo deja ver, desprovisto del juicio moral, casi ludista, que suele asociarse a este tipo de crítica. Camila dice: “Hoy, ni apocalípticos ni integrados/ a cambio/ un sistema de vigilancia casual, perpetuo/ software es, la insoportable levedad del ser”.
Una de las constantes que se encuentran en todo Púas es el aliento desprovisto de ingenuidad, que no de esperanza. Varios de los temas tratados son, cómo negarlo, llagas que duelen a cualquiera que tenga la más mínima conciencia social o del entorno, y es natural que las palabras de este libro sean amarillas por amargas, y eso no les quita justamente los tonos ocres asociados al color. Pareciera, a veces, que incluso el lenguaje mismo duele, cito: “De hablar de dolor es tóxica/ la lengua propia”. No quiero con esto, ni de cerca, insinuar que el libro de Camila es derrotista o yermo. Este es, de hecho, uno de los puntos centrales: la desmemoria, la trivialización, el olvido, la negación o el humor idiota que todo lo nombra y al mismo tiempo, todo lo oculta, no tienen lugar en este libro. Lo que prima es justo lo opuesto: el nombrar las cosas, que las pone en su lugar al decirlas, la gravedad que implica cada hecho ocurrido y cada bala, el orificio que deja cada proyectil que impacta a esta sociedad. Esa es, a mi parecer, una de las cosas más valiosas de este libro.
El libro habla también de un entorno urbano decadente, ciudad que nos asfixia y que cada vez cierra más las garras alrededor de nuestros cogotes. Camila le increpa a nuestra metrópoli el cargo de ser “Corrompida, endeudada/ tus setecientos años son un pastel de baches con casquillos”. Lejos han quedado aquellos años pasados en los que se pensaba que la metrópoli estaba lejos del infierno vivido en el resto de nuestro país y Púas lo expone. “Ciudad, tu monotonía criminal es insobornable/ como tus campos de concentración y tus minas/ tus escuadrones, tus antenas, tus agentes”. De paso, Camila nos recuerda que la guerra, a pesar de su historia de milenios, posee continuidad, si no en sus formas, sí en sus alcances. “De la civilización de la imprenta a la guillotina/ de la globalización cibernética al ácido muriático/ en la historia de las guerras no hay nuevos descubrimientos”.
Es poco después que el libro comienza a abordar el que me parece el principal de sus puntos: la figura del ciudadano como espectador y como testigo. El libro lo esboza en páginas anteriores, pero es en la página veintinueve, con una devastadora cita de Jorge Semprún, que el tema se aborda frontalmente y de forma clara: “Está claro que el mejor testigo -en realidad, el único testigo verdadero, según los especialistas- es el que no ha sobrevivido, el que llegó hasta el final de la experiencia y murió en ella. Pero ni los historiadores ni los sociólogos han conseguido aún resolver esta contradicción: ¿Cómo invitar a los verdaderos testigos, es decir, a los muertos, a sus coloquios? ¿Cómo hacerlos hablar?” La respuesta a la pregunta parece residir en lo que contiene la próxima sección de este libro: una serie de pequeños textos/poemas donde se escuchan las historias -que muy probablemente uno lee a diario en los periódicos, pero, como lo sabemos ya, el contexto lo cambia todo y a diferencia del Gráfico, aquí se está pidiendo sensibilidad, atención, empatía-, reales o no, no importa, de víctimas. Innumerables víctimas que acaso por un momento pueden reclamar el espacio central de una página y de la sensibilidad del lector. La historia del policía municipal, del voceador, del soplón, de la quinceañera. Una telaraña bien tejida de historias que nos dejan ver, de forma microscópica que acaba en lo contrario, la magnitud de la guerra que nos ha descompuesto. Y es que este libro lo que intenta es, a mi parecer, justamente, ponerle sal a la herida, no por puro sadismo sino para ver si así, cual insecto, reaccionamos un poco. Y es que, aunque el libro no lo menciona de manera explícita, lo que está haciendo es llamar a la vida. Al nombrar la muerte que nos rodea, lo que hace es mostrar a los que estamos la necesidad de luchar, con palabras o con lo que sea, contra esta marejada de plomo.
A continuación hay una sección de poemas tecnológicos, cosa ya dicha que la tecnología ocupa también un lugar en estas páginas. Se ironiza sobre la sociedad hiperconectada que, al mismo tiempo, se encuentra sometida a una aislación como nunca se había visto antes. Camila dice: “un nip code, un logaritmo/ un gesto internacional/ tipo de sangre/ pon también la foto de unos huevos pochados/ los chilaquiles/ porque tú eres tú y tu teléfono inteligente” Y justamente después nos recuerda de manera sardónica “Civilización es una palabra para la capacidad de riesgo mínimo”.
Hasta ahora no se ha hablado del libro como objeto, que es también algo digno de destacar. Con la ayuda de Iván Mejía, ilustrador que ha dado a cada página una identidad única, Camila ha logrado producir un libro que luce bastante, hermoso en su diseño y materiales, lleno de color y de excelente manufactura. Felicitaciones y gracias a Camila Krauss, por haber logrado un libro fundamental para estos tiempos, aciagos sin duda. RICARDO SUASNAVAR
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