Nota/poema/nota
El 14 de noviembre de 2018, afuera del complejo deportivo Benito Juárez de Tijuana, ví
como un muchacho terminaba de pintar una estrella azul celeste de cinco puntas en
una manta sobre el pavimento. Era la última de las cinco estrellas que conforman la
bandera de Honduras. Con eso finalizaba la manta. La pintura la tomaba de un
recipiente de sopa instantánea Maruchan. Del lado a la manta, la pintura dejaba
salpicaduras, rastros de su camino. Mucha pintura azul celeste para las banderas de
Guatemala, El Salvador, Nicaragua. Centroamérica es azul, pensaría uno. Los
migrantes se preparaban para la marcha que harían el día después. El complejo
deportivo, improvisado apresuradamente como albergue para dar cabida a cientos de
hombres, mujeres y niños de las caravanas migrantes que habían elegido Tijuana
como destino en México para cruzar a Estados Unidos, estaba ya para esos días al
tope de su cupo. Suciedad, lodo y hastío. La capacidad de la red de albergues de
Tijuana, manejados por gente extraordinaria y comprometida, comenzaba
peligrosamente a rebasarse.
Al siguiente día, muchos de esos migrantes, mujeres y niños incluidos, utilizando el
empuje de la marcha con la que se manifestaron en las calles, intentarían cruzar hacia
Estados Unidos, siendo repelidos de inmediato por la Border Patrol, con gases
lacrimógenos y balas pimienta. La imagen que cristaliza esa jornada es bastante
conocida: en el lecho del río Tijuana, una madre con sus hijas huye aterrorizada del gas
lacrimógeno.
Consecuencia directa de la crisis global del capitalismo, las caravanas son una de las
formas más visibles que la crisis ha tomado en Latinoamérica y en el espacio conocido
como Centroamérica. Dejemos atrás la puerilidad de las teorías de conspiración, el
motor que impulsó a miles de personas a abandonar sus países fue la imposibilidad de
tener un mínimo de dignidad de vida en países y regiones devastados por años de
lucha entre la guerrilla y regímenes autoritarios, gobiernos fallidos con políticas sociales
inoperantes, corrupción generalizada y la expansión y control cada vez mayor de
pandillas criminales. Y si en Chile la fachada del modelo neoliberal se derrumbó con un
estallido social que aún continúa mientras escribo esto, en Centroamérica el estado
continuo de crisis no ha hecho sino agudizarse desde los 70 y 80, dejando a muchos la
migración como única -y mortalmente riesgosa- opción ante un panorama de miseria y
violencia, tanto criminal como del Estado. Migración ya no individual o en pequeños
grupos, sino masiva y vasta como una cruzada hacia una posibilidad de vivir mejor..
Como el escritor y reportero Alberto Pradilla plantea en su crónica sobre la caravana, la
migración forzada es una suerte de salto al vacío, porque, en primera y última
instancia, la idea de todo migrante es llegar.
Y entra aquí la poesía. La poesía como nota, la nota como poesía. Visto de alguna
forma, el mundo no es sino un conjunto de notas. El planeta mismo es una nota en la
hoja del universo. Tenemos aquí pues la escritura, necesariamente fragmentaria,
facetada, tomada al vuelo, de la estancia de una poeta en un albergue de atención a
migrantes. En la nota como género literario, el yo tiende a adelgazarse, no desaparece,
sino que puede volverse más diáfano y transparente, como una de las pieles de una
cebolla. Camila comparte sus notas como si, en una pausa de la conversación, nos
dejara hojear su cuaderno de apuntes. No hay discurso aleccionador aquí. Se trata de
una conversación abierta, directa. Notas escritas para nosotros. La tinta aún está
fresca.
Un solo hecho miles de cientos de versiones migrantes escribe en algún momento
Camila. La migración es ese enorme río, ese torrente conformado por miles de vidas en
tránsito. Cada gota de ese río es única y cada existencia es distinta. El que la
desesperación por la falta de maneras dignas de sobrevivir, por la extorsión y la
violencia, distorsione las vidas y, por extensión, la escritura que por un instante las
registra, es inevitable.
En “En las Púas de un Teclado”, libro de 2018, la poeta ya había utilizado el
instrumento del lenguaje fragmentado y dislocado, erizado y desgarrado, para reflejar y
denunciar caleidoscópicamente la realidad de un país herido, un país de malaespina. El
lenguaje es una de las primeras víctimas ante la violencia social y de Estado.
¿Pero qué es lo que nos puede dar la poesía en este momento? Primero, cumplir su
función de testigo. Después, en su pretensión –abierta o no- de llegar al corazón de las
cosas, aclarar. Aclarar no las causas, ni las consecuencias de la migración -otras
disciplinas y otros escritos se encargan y se encargarán de ello- pero dejar claro
nuestro deber y responsabilidad como seres humanos ante el dolor de aquellos que
sufren la injusticia.
Frontera es lejanía escribe en algún punto de estas notas Camila. Y ahora que escribo
esto, justo al amanecer en una ciudad en la línea, lo constato. La frontera siempre
estará en la lejanía, siempre un paso más allá, como la línea del horizonte que nunca
se alcanza. Y ahí, en esa lucha por cruzar la línea, por llegar al otro lado –más allá de
cualquier geografía-, estará la poesía como testigo. Para hacer nítido el instante. Para,
esperemos, ayudarnos.
Gaspar Orozco
San Diego, 16 de diciembre de 2019
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Una entrevista a propósito de esta publicación en: https://open.spotify.com/episode/5ibSYe80lEibOvWoAnmZEA